11 de octubre de 2007

Estanislao Zuleta

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de fantasía. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo, un océano de jalea sagrada, una eternidad de aburrimiento. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.

Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica.

Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas.

Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.

En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa guardería de abundancia pasivamente recibida.

En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por caudillos que desgraciadamente han existido.

Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia (por la desgracia) de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos.

En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro (y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo) o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la causa absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.

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